Desde las cinco de la mañana con treinta y siete minutos, Martin Harper no ha parado de sonreír. Los primeros rayos del sol llenaron su alma de paz, incluso el café matutino tuvo un sabor distinto, sus notas dulces le inflaron el alma.
El recorrer las calles de Decorah, el pequeño pueblo en Iowa que lo vio crecer, y en el que no había puesto pie en treinta años, creé él, tuvo también algo que ver, pues desenterró de su memoria aquellos tiempos de su infancia en los que, con la libertad que experimentaban en décadas pasadas los niños de pueblos pequeños: corriendo entre los bosques, brincando en charcos, y explorando cuanto se movía hasta entradas horas de la noche, había sido feliz.
Y hoy, era feliz.
Después de familiarizarse con su lugar natal, finalmente llegó el momento que esperaba con ansias.
Una vez al año, desde hacía veinticinco años atrás, se encontraba por una noche con el amor de su vida. En cada uno de esos encuentros, Martin se amalgamaba al cuerpo pálido de Susan, intentando recuperar el tiempo perdido sin ella. Exploraba con intención metódica los cambios que la vida le había causado. Acariciaba cada una de sus estrías, arrugas, y lunares que mapeaban la suave piel. Lo hacía con una concentración tal, que parecía intentar imprimirlos en su alma para la eternidad. La mezcla del aroma a lavanda artificial de su colonia con el de eucalipto de su aliento, producto de los Trident que masticaba constantemente, lo envolvía en un manto que le proveía de seguridad. Y su mirada, ¡oh, su mirada!, cuando anclaba la suya en ese par de esferas color esmeralda, se despertaba en él un llamado potente y primal que auguraba una historia de amor eterno.
Ante esa mujer que no exhalaba ni un céntimo de pudor, y se manejaba con una cadencia y flexibilidad hipnotizadoras en las artes de la exploración humana, se sentía tan frágil y tan feliz como un crío que recién descubre la sacra imagen de la feminidad.
Pero hoy sería diferente. En esta ocasión, al fin libre de su forzado matrimonio, le propondrá estar juntos todos los días, por el resto de sus vidas…
***
La pantalla de su celular muestra las siete de la tarde con treinta minutos, Susan arribará en cualquier momento. Mientras espera por las dos cervezas que pidió al camarero con cara de pocos amigos, admira su reflejo en el espejo que atraviesa la pared, y sobre la que reposa una cantidad desmesurada de botellas de alcohol barato. «El suficiente para enfiestar a todo el pueblo», piensa.
La agonía de los últimos veinticinco años de su vida causó sus estragos. Si hubiera escuchado lo que su corazón le dictaba [Susan], lo que su mejor amigo, Daniel, le instigaba [Susan], su vida podría ser tan diferente. Martin suspira al compás en que se adentra en las profundidades de su triste mirada color miel. «Lo siento», susurra para acariciarse el alma.
Recibidas las cervezas, se dirige hacia el área más concurrida del lugar. Se conduce levantando los brazos por encima de la cabeza para evitar que alguno de los embriagados y festivos humanos a su alrededor le desparramara el líquido. Se acomoda en la parte trasera, en una de las mesas largas cercanas al escenario donde los viernes, como hoy, es común que grupos locales toquen. Pronto, el reducido espacio entre las mesas y el escenario servirán como pista de baile.
Moviendo la cabeza al ritmo de Loosing my religion, se sumerge en los anales de su memoria, rescatando de estos el recuerdo nítido de la primera vez en que la conoció. En aquella empalagosa noche veraniega, bailó por horas con Susan…
***
Su yo de veinticuatro años llegó al lugar donde sus vidas se cruzaron, por azares de un destino guiado por la intoxicación alcohólica y otras sustancias. Daniel, su mejor amigo, vomitó en la parte trasera del Volkswagen New Beetle del año que habían rentado, impregnando cada rincón del pequeño vehículo con una fetidez mórbida que era ya insoportable, además de que ambos necesitaban 'mear y cagar con urgencia’. Es así como aparcaron en el primer vestigio de civilización que encontraron en la carretera, en el medio de la nada, en algún lugar de South Dakota.
Ese lugar lúgubre y casi en ruinas, que se hacía visible gracias a una bombilla de luz que parpadeaba débilmente en la entrada, y que estaba rodeado por un par de motos de campo y tractores, resultó ser un pub infestado por una mezcolanza de cerveza, madera corroída, perfume barato, granjeros y algunas putas de los ranchos a la redonda.
Notas de orines se escapaban por la puerta del baño cada vez que alguien la abría, y música country retumbaba por la rocola que resplandecía en luz neón de color azul y fucsia, y que contenía varios CD en su interior. El aparato funcionaba al introducir una moneda y seleccionar el número de la canción deseada. Daniel, con vestigios aún notorios de vómito sobre su polo blanca, pese a los aguerridos intentos por deshacerse de ellos en el baño, eligió I want it that way de los Backstreet Boys, la rola del momento en 1999. Pero al parecer, no lo era para esta audiencia que los bañó en un mar de chiflidos desaprobatorios. A los jóvenes no les importó, y se adueñaron de la pista de baile, envolviendo sus cuerpos del sentimiento de la canción, ofreciendo un espectáculo paupérrimo a una audiencia insatisfecha.
En esas se encontraban cuando las puertas se abrieron para recibir a dos chicas jóvenes y hermosas, ambas eran rubias, delgadísimas, y una bastante más alta que la otra. Su reveladora vestimenta permitía inferir el alto precio que cobraban, y con una confianza descomunal, se adentraron entre el mar de miradas morbosas que las siguieron. Entre ellas, la de los amigos: Daniel, alto, fuerte y moreno, y Martin, no tan alto, no tan fuerte, y rubio, quienes con la cartera más gorda del lugar, acapararon la atención de las féminas por la noche entera.
Los amigos, bajo insistencia de Daniel, emparejaron con la que les correspondía en estatura, es así como Martin quedó con la menos alta, y contrario a la inexistente química entre Daniel y la chica alta, Candy, la que se desencadenó entre Martin y Susan fue intoxicante, y no dejó de serlo en cada ocasión en que se encontraron.
El recuerdo le dispara una sonrisa acompañada de un suspiro profundo. «Era mi destino encontrarte». Se apresura a buscar una fotografía de ella en su celular. Selecciona aquella en la que su Susy, de treinta y tres años, apoya la cabeza sobre su pecho, y su yo de treinta y siete años la abraza. Los dos se miran rebosantes de felicidad, envueltos por el íntimo manto que cubre a los enamorados que han consumado un ritual orgásmico satisfactorio. «Te haré la mujer más feliz. Te lo prometo», susurra mientras acaricia la imagen un tanto pixelada del fino rostro de nariz pequeña y labios carnosos.
Un delicado roce sobre su hombro izquierdo lo arranca de su ensimismamiento. Sonriendo, voltea como resorte hacia la esbelta figura femenina ataviada en unos jeans ajustados y una blusa negra de manga larga y escote pronunciado.
Le toma un par de segundos reconocer a quien se esconde debajo de esos lentes de botella y una barata peluca rubia platinada, y en cuanto lo hace, se le desmorona la sonrisa.
—¿Qué haces aquí?, ¿cómo supiste…? —pregunta a su esposa, intentando disimular la admiración que siente por su bien formado cuerpo. Hacía poco más de un año que no la veía; había encomendado a su abogado el encargarse por completo del proceso de su divorcio. Para él, ella era alguien de su pasado, un pasado sofocante.
—¿Cómo supe que estarías aquí? —lo interrumpe con una sonrisa torcida en el rostro—. ¡Ay por dios, Martin! Eres tan predecible.
Procede a sentarse en el espacio que estaba reservado para Susan.
—¿Te gusta mi nuevo look? —pregunta mientras se acomoda la peluca con gestos coquetos.
Martin solo puede reparar en cómo esos ridículos lentes de botella que deforman sus gestos, resaltan la locura de sus ojos; aquellos que lo juzgaron por tanto tiempo; que aparecieron el día en que fue forzado a casarse con ella por haber quedado embarazada.
—Por favor Patricia, no es el momento. Lo nuestro ya terminó. Hace casi un año que el trámite de divorcio empezó. ¡Por Dios! Que no estés satisfecha con los términos y alargues el proceso es otra cosa. Pero oficialmente, ya ha sido anunciado.
Ella le mira en silencio, lo que lo pone incómodo, así que decide enfocarse en su celular y en la llegada de Susan. Aún no ha recibido respuesta de ella. «Qué raro…». Una angustia le atraviesa el pecho.
Patricia emite una risa macabra. Martin la mira de reojo con desesperación. Se contiene de correrla, no desea hacer una escena. Sus ojos la siguen mientras apoya los codos sobre la mesa y reposa su cabeza sobre las manos.
—¿Esperas a esa piruja? ¿Esa con la que me engañaste durante todo este tiempo?
Martin le lanza una mirada cortante.
—Ya Patricia, ¡por favor! No te denigres más. Lo nuestro ya había terminado mucho, mucho antes de iniciar el proceso de divorcio, y lo sabes.
Mirando su reloj [8:07 PM], decide enviarle otro mensaje de texto.
—Ella no va a llegar.
—¿Qué tontería dices mujer? —responde al aire sin prestar mucha atención a lo que ‘la loca’ de su exmujer balbucea.
—Ella no va a venir —repite—. Puedes dejar de ver tu reloj y de enviarle mensajitos.
Martin siente un miedo apoderarse de sus entrañas.
—¿Qué dices? —Un tono de alarma sale a relucir. Patricia ha logrado cautivar su atención.
Ella, sin quitarle la vista de encima, lleva su bolso hacia su pecho. De este saca un teléfono móvil, del que lee:
—No aguanto las ganas por besarte… Al fin, el día más feliz de mi vida ha llegado… Estoy en la parte de atrás… Vaya —dice con gestos exagerados—. Quién te viera, tan romántico…
Martin, al reconocer los mensajes que ha escrito, le arrebata el celular. «Este es su celular, ¡es el de Susan!». Una temblorina se apodera de su ser.
—¿Qué has hecho? —La mira estupefacto, con la respiración cortada. Siente su corazón palpitando en las sienes y el oxígeno le ha disminuido, un mareo súbito lo visita. Su cuerpo se paraliza, no le responde ni ante los molestos golpes que recibe de dos sujetos que bailan a sus espaldas.
El grupo de rock alternativo había empezado a tocar poco antes de que Patricia se le apareciera. La pista de baile, y las mesas alrededor, se encuentran en un estado de fiesta elevado.
—Se dio cuenta de que su relación contigo fue lo peor que pudo haber traído a su vida. Ella venía a terminarlo.
—¡Mentira! —dice en un grito compungido mientras acerca su cuerpo tembloroso hacia ella. Su tráquea acorralada de dolor, no le permite gritar—. ¿La mataste?
Patricia sonríe al compás en que hace un movimiento rápido con el brazo. En un santiamén, Martin pierde el control de su cuerpo que ahora cae pesado como un costal de patatas sobre la mesa y un intenso zumbido agudo retumba en su cráneo.
A través de los párpados, que se le cierran sin control, vislumbra la figura borrosa de su esposa que esconde en su manga el arma con silenciador que acaba de arremeter contra él, Intenta gritar, moverse, hacerse notar para que la miren, pero ella desaparece entre la multitud a la que le toma un par de largos segundos antes de reaccionar al charco de sangre sobre el que su cuerpo inmóvil reposa.
***
5 AÑOS DESPUÉS…
—¡Martin! ¡Martin! —Unas manos lo sacuden ejerciendo una presión lastimosa sobre sus hombros.
Este reacciona emitiendo sonidos guturales en respuesta a la potente luz artificial que inunda el reducido espacio de blanquísimas paredes y techos altos que hierve en un pungente remolino de cloro.
—Hola mi amor. Otro día más contigo —continúa Patricia con ternura, mirando con detenimiento a esa cara por la que el tiempo se conglomeró sin piedad. No puede creer la suerte que tuvo. «Karma, es karma cabrón…», repite para sus adentros mientras observa con detenimiento las facciones que han quedado petrificadas en un gesto de terror.
—Regreso la semana que viene, señora.
—Perfecto Emily —dice apartando la vista de su marido y guiándola hacia la joven enfermera cubierta en un uniforme azul, y a quien procede a envolver en un afectuoso abrazo—. Mi esposo y yo estamos muy agradecidos.
Emily se dirige hacia la triste figura.
—Nos vemos la siguiente semana Martin. —Y parando el paso decidido con el que emprendió su retirada, se da media vuelta para añadir—: Se portan bien pillines ja ja ja.
—¡Ay Emily! —responde Patricia entre jajajás.
En cuanto la curvada morena sale de la habitación, la sonrisa de Patricia se desvanece. Acerca hacia su esposo la silla que tiene a sus espaldas y se sienta en ella acomodando su largo vestido oscuro adornado con lunares. Con movimientos calmos acomoda su cabello que lleva en una trenza al lado. Toma de la mesa el plato con pudín de chocolate y una cuchara que injerta en el aguado postre.
—Abre la boca —ordena en tono cortante.
Martin no lo hace. Intenta con todas sus fuerzas no abrirla pese al asco que le genera el roce de la materia babosa contra su rostro.
—¡Que la abras! —le repite mientras, sin delicadeza, pega los arrugados labios que se ciñen en llevarle la contraria con la fría cuchara de metal.
Martin emite nuevamente una secuencia de sonidos guturales en respuesta al dolor que siente. Su cuerpo, en estado vegetativo por el daño al encéfalo causado por la bala, no le permite resistirse más.
—Shh, shh, no seas malagradecido Martin. —Se acerca hacia su marido dando fuertes palmadas a sus cachetes—. Mira que hasta suertudo saliste. Si hubiera terminado el trámite de divorcio, ¿quién te estaría cuidando ahora, eh? ¿En qué casa? ¿Con qué dinero? Porque esta es mi casa. Es mi dinero. ¿Creías que iba a ser tan estúpida como para firmar ese contrato de divorcio en donde me dejabas en la calle? Ay Martin, siempre te creíste un dios, pero no eres más que un insignificante pedazo de basura humana.
—Yo gané maldito —susurra a contados milímetros de la oreja del engendro que por años la maltrató, le pegó, la humilló, la violó, la envió en contadas ocasiones al hospital por fracturas de huesos. El hijo de puta al que le encontró los calzones de su propia hija escondidos en su portafolio. Esa fue la señal que la despertó, que la hizo tomar cartas en el asunto y planear su revancha por dos largos años.
Y la suerte le sonríe cada mañana al despertar, llenándola de una pasión por vivir. A pesar de su dedicación al hogar, su formación en Derecho le proporcionó las habilidades necesarias para tomar las medidas de precaución adecuadas, además de amistades que hoy ocupan puestos importantes. Su mejor amiga, Anabel García, quien es jefa de una división de la DEA, la Administración de Control de Drogas por sus siglas en inglés, jugó un papel importante en su venganza… Su educación no fue en vano, como el ‘decrépito vejestorio’ frente a ella solía echarle en cara, pues la salvó de los años de abuso físico, mental, y emocional que le inflingió, y que la llevaron a perder la motivación por vivir. Era su amor profundo por su hija lo que la impulsaba a no rendirse ante la vida. Hoy, Patricia Jones es feliz.
Continúa alimentándolo. Si un dios existe, ya se encargará de su justicia, pero como Patricia no cree en esas cosas, se asegura de que Martin viva su propio infierno, así que debe vivir por mucho, mucho tiempo para pagar su penitencia.
***
¡Ay, cómo la odia! El martirio de verla radiante y feliz le carcome el alma. Odia cada poro de su piel. Odia ese estúpido pinta labios rojo que usa. Odia su hostigoso perfume de gardenias salpicadas de unas vomitivas notas a vainilla, le da asco, lo aborrece, sus fosas nasales añoran el olor a lavandas. Odia su cabello cobrizo acompañado por algunas canas que le causa cosquillas al rozar sobre su rostro. Es un martirio para él el no poder rascarse, y sabe que ella se las inflige a propósito. «De no haber sido por esa ridícula peluca rubia, quizás la hubieran descubierto…», piensa a menudo. «Esa noche tenía tantas ganas de quitársela. ¿Por qué no lo hice?», se reprocha constantemente con angustia.
Es así como Martin pasa sus días: entre lamentos y los tormentos que ‘ese monstruo’ le inflige. Y el mayor de todos es el no saber lo que sucedió con Susan. A estas alturas, ya se ha resignado, está seguro que no lo sabrá nunca...
Nunca sabrá que Susan, condenada injustamente por 17 años por posesión de drogas, pasa sus noches solitarias en prisión pensando en él y en aquel verano de 1999 en que se conocieron. Tampoco sabrá del gran secreto que le ha ocultado por diez años, pero esa, es una historia para otro momento. Volvamos a Martin…
Cada noche, Martin intenta forzar su atención en recordar otra memoria que no fuera la del último día que vivió justo antes de que la maldita bala fallara en quitarle la vida. Los médicos decidieron no extirparla, ya que si lo hubieran hecho, las convulsiones que experimentaría le hubieran causado una muerte lenta y dolorosa. En aquella ocasión, ‘la estúpida’ de Patricia dio la actuación de su vida: la de una mortificada esposa que haría todo en sus manos para que su esposo no sufriera.
Así que la bala quedó ahí, ejerciendo una constante presión a su hipotálamo, generando que cada noche reviva con intensidad ese día. Aquel en que a sus cincuenta años se sintió feliz; en el que estaba dispuesto a tomar las riendas de su vida, y pasar el resto de sus días al lado de su verdadero amor; el día en el que revive momentos con ella, y en el que aunque sea por unos instantes puede admirar su bello rostro a través de la pantalla de su celular.
El sueño se apodera de él. Su agridulce martirio se repite…
Desde las cinco de la mañana con treinta y siete minutos, Martin Harper no ha parado de sonreír…
FIN
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