El astro dorado que emana calor, ese al que los humanos llaman sol, apareció por veintiséis días consecutivos...
Durante los primeros días del inesperado suceso a mitad del invierno, los habitantes de la parte más remota del hemisferio norte se sintieron felices. La oscuridad y la nieve infernales que los tenían secuestrados por meses habían causado estragos en su psique y provocado una ola de suicidios. Así que, cuando el sol brilló, enmarcado por un cielo azul despejado, y derritió la nieve, los habitantes fueron felices.
En el lapso de diez días desde su aparición, la temperatura aumentó treinta y cinco grados centígrados. Esto despertó una festividad veraniega entre los habitantes, que ataviados con sus trajes de baño y sombreros, tomaban nieve y nadaban en los lagos y en el mar no salado de aquellos rumbos. Sus risas se escuchaban por todas partes, incluso por la noche, entre las hojas de los árboles que se mecían con el viento.
Y en el vaivén de ese espejismo de felicidad, la temperatura seguía en ascenso y la naturaleza que había florecido comenzó a marchitarse. Los habitantes no habían viajado más allá de las afueras de su pueblo, por lo que las vistas desérticas que los rodearon, en lugar de asustarlos, los emocionaron. Incluso, varios adoptaron el estilo cowboy estadounidense con seriedad.
Pero en el vigésimo sexto día pareció que el mismísimo infierno se había instalado en el pueblo. Los densos rayos del astro dorado sofocaban los pulmones con su pesadez, mientras el vapor humeante y rasposo se les introducía sin control. La suma de las respiraciones entrecortadas fue arrojada al viento como una sinfonía macabra y ensordecedora; parecía anunciar el fatídico destino que les esperaba.
Ni los paraguas ni cobijarse entre las sombras, pudieron prevenir el sudor excesivo en los habitantes, lo que ocasionó que en el aire se concentrara un olor distintivo. Se trataba de las decadentes toxinas de la comunidad, que impúdicas, exhibían la punzante nota de humanidad. La pungente esencia era una mezcla de moralidad putrefacta y rastros de sexualidad no consumada.
Fue a través de estos aromas que los niños aprendieron lo que ser adulto significaba, y vomitaron, lo hicieron por horas, desconsolados. Y ni hablar de las nefastas mareas de muerte, ni de la penetrante descomposición que se paseaban a través de los aires anunciando que la muerte les rozaba los pies.
Algunos intentaron huir, pero la pesadez de sus cuerpos no se los permitió. Sus neuronas parecieron dejar de funcionar. Y es así como uno a uno, y después en grupos, los habitantes de esta remota región empezaron a caer. Tomó solo un par de horas para que a todos se les saliera la vida.
Durante varias noches consecutivas, una manada de cuervos visitó al pueblo. En un festín orgásmico, se devoraron los cuerpos sudorosos y malolientes, y al hacerlo, los gases que desprendieron volaron a través de los vientos que los llevaron mar adentro.
Tormentas juguetonas permitieron que los gases de ese pueblo se mezclaran con los provenientes de otras regiones. Y cuando la masa acumulada de esos gases se conglomeraba en un par de toneladas, su nivel de condensación se miraba como un metal sólido, verdoso y reluciente, que se alzaba por los vientos a una velocidad impresionante. Parecía que un magneto los atraía hacia la atmósfera, donde se abrieron paso entre las pocas moléculas de la capa de ozono que aún existían sobre el planeta.
Cuando la última pieza de gas condensado se ensambló, la nueva capa de ozono vibró, provocando una descarga eléctrica que se tradujo en truenos y relámpagos que azotaron cada rincón del planeta. Por varios días, y noches, el cielo y los mares bramaron mientras chocaba con fuerza contra las costas alrededor del mundo. Parecían reclamar su espacio al limpiarlo de la peste que por miles de años se empeñó en hacer uso inmoderado de sus recursos y abusar de las otras especies en el planeta, al cual infestó con guerras, contaminación, inhumanidad virulenta.
La furia con la que la limpieza se llevó a cabo, trajo consigo que la temperatura se modulara. Y cuando la calma se hizo presente, aquellas especies que lograron esconderse de la muerte, se manifestaron. Con precaución salieron de entre las rocas, cuevas, tierra, debajo de los océanos. El astro dorado les recibió con destellos amorosos. Cuentan que la atmósfera que respiraron era mohosa y verde, fresca y con notas de salinidad marina.
El dulce aroma de la vida hizo que por días y noches varias especies lloraran, sobre todo los perros. Su tristeza contagió incluso a aquellas criaturas que se encontraban al borde de la extinción a manos humanas; al fin y al cabo, eran sus hermanos.
La no-humanidad era palpable, olía a paz.
FIN
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